lunes, 8 de septiembre de 2008

El ídolo tallado

Noble y vulgar
A las personas vulgares, cualquier sentimiento noble y magnánimo les parece inútil y, por consiguiente, poco creíbles: cuando oyen hablar de ellos, guiñan el ojo y parecen querer decir: "ya habrá algún interés en juego, nunca se sabe". Son recelosos con el noble, como si éste buscase su ventaja por caminos furtivos. Si se los convence con demasiada claridad de la ausencia de intenciones y beneficios egoístas, el noble es para ellos una especie de demente: desprecian su alegría y se ríen del brillo de sus ojos. "¡Cómo se puede alegrar uno de salir perdiendo, cómo se puede querer salir perdiendo con los ojos abiertos! A las emociones nobles tiene que estar vinculada una enfermedad de la razón". Así piensan mientras miran despectivamente, igual que desprecian la alegría que produce al insensato su idea fija. (...) Comparada con la naturaleza vulgar, la naturaleza superior resulta irracional: pues el noble, el magnánimo, el abnegado, está en realidad sometido a sus pulsiones, y en sus mejores momentos su razón hace una pausa. (...) Éste posee algunos sentimientos de placer y displacer con tal ímpetu que frente a ellos el intelecto tiene que callar o que ponerse a su servicio: en esos sentimientos, el corazón sustituye a la cabeza, y a partir de ese momento se habla de "pasión". (...) La sinrazón o la peculiar razón de la pasión es lo que el vulgar desprecia en el noble, en especial cuando ésta última se dirige a objetos cuyo valor le parece ser completamente fantástico y arbitrario. (...) El gusto de la naturaleza superior se dirige a excepciones, a cosas que normalmente dejan frío y que no parecen tener dulzura alguna (...).


Friedrich Nietzsche








Tenía ambiciones. Serenidad. Una tarea por cumplir, acá, en la tierra de todas las cosas. Seguridad. Un poco de paranoia. Y algunos libros. Y es allí donde solía encontrarlo. En Él sí creía. Pura devoción. Y no había otra forma de hacerlo. No, definitivamente no había. Ya lo imaginaba. Sería imposible compararla con cualquier otra cosa que ocurra en su vida, y hasta en la de los demás. Una empresa ejemplificadora. Todo eso que él llevaba adentro. Toda esa pasión bajo su piel. Lo sabía. Lo presentía. Algo casi monstruoso. Pero dulce. Mágico. Así se lo había propuesto.
Picar. Semejante masa. Pulir. Ampollas en las manos. Tallar. Y el calor. Se cansó de la luz cortando todo en dos. Una pirueta, la lámpara desde el techo, hasta un palo, de ahí contra la polea esa que creyó que jamás utilizaría, y listo. Ahora un tímido color ámbar pedía permiso para teñir el improvisado taller. Saca la penumbra de ese rincón que nunca antes había amueblado, y que ahora se tragaba toda la luz de la habitación. Tenía a mano todo lo que necesitaba. Tener que buscar algo en la oscuridad del resto de la habitación, mejor ni pensarlo. El zumbido de la luz. Una gota recorre su sien, mira de reojo su oreja, y se diluye en su cara sin afeitar. No sabía bien lo que hacía, pero avanzaba. Un ídolo, tallado por él mismo, en aquel rincón. Los músculos no se acostumbraban. Tarea difícil resultaba ser. No era tan fácil de moldear. Pero semejante obra. No podía no hacerlo. O por lo menos su orgullo no le permitía siquiera pensar lo contrario. Pero se daba cuenta que no terminaría más a este ritmo. El sol había caído muy temprano hoy, pero no había mayor apuro, más que la presión de poseerlo, ya. Quizás un golpe. Porque también había leído eso sobre Él: a veces golpeamos para moldearlo y encontrar su verdadera forma. Se acomoda. Mide. Frunce el seño. Pega. Rompe. Rompe. Sí, rompe. La mente se había ido, tocando bajito, en algún momento. Y acá se encontraba ahora, solo frente a la moldura partida. No atinó más que a respirar, con la mirada perdida en el zócalo.
Se sentó, tratando de rearmar en su cabeza lo que lo había llevado a intentar hacer todo esto. Lo último. Sí. Se vio a sí mismo, un tiempo atrás, mojando sus pies a orillas de un río. No encontraba nada más. Pero cómo olvidar esas aguas, esas mieles del Leteo.
Volver a sí mismo. Y siempre tuvo muy claro ese camino. Home-ward. No era necesario demostrar lo propio con un monstruo de tal magnitud. Porque él sabía. Se sabía. Pasifae, pasiflora, pasilargo, pasillo. Y luego estaba. Definitivamente eso no era la construcción de tal inmensa criatura.
En silencio, volvió a tomarlo. Porque ahora lo comprendía. Un pequeño bollo era lo único que ciertamente necesitaba. Lo separó del resto de la masa. Sus manos. El almíbar. Clavar un dedo en el centro, de derecha a izquierda, hasta casi atravesarlo. Un corte en la parte superior. Una magulladura en el frente. Lo único antropomórfico eran dos pies detalladísimos, hermosos. Un vértice casi mordido. Un trozo partido de jade ubicado fuera de centro. Parecería que casi por azar. Pero no era así. Porque ahora sí, lo sabía. Era él. Él. Más Él que nunca. La pasión, allí estaba. No era en lo impactante. Era esto. Acá. En él.
Y en Ella.



Hache

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